Antoaneta María Stoyanova comparte su vida entre la pequeña librería familiar en la aldea de Branípole, en la provincia de Plovdiv (centro sur de Bulgaria), y las salas de teatro. Siempre cruza su umbral con devoción y entusiasmo desde que, siendo estudiante de secundaria, vio en el Teatro Nacional Iván Vazov de Sofía el espectáculo Chaqueta de gamuza, del destacado dramaturgo, guionista y novelista búlgaro Stanislav Stratíev. Desde aquel momento, se le quedó grabado el recuerdo del olor a escenario que olía a templo.
Subí al escenario de la sala grande del Teatro Nacional gracias a su administradora. Me quité los zapatos y lo atravesé. Era como entrar a la morada de Dios. Y fue entonces que sentí las palabras. ¡Tantas actuaciones, tantas obras recreadas! Los actores dejan su alma en el escenario.
Desde hace ya siete años, Antoaneta María contagia su entusiasmo a varios peregrinos teatrales; el grupo de espectadores itinerantes creado por ella, que se desplaza a la capital para asistir a obras teatrales, no deja de crecer. Según Antoaneta María, compartir la magia con más gente hace que la experiencia sea más fuerte y hermosa. Empezó por llevar al templo de la musa Melpómene a sus amigos, luego, con un pequeño autobús y nueve personas más comenzó a viajar a Sofía, hasta que en diciembre del año pasado 118 espectadores llegados en dos autobuses “invadieron” el Teatro Nacional.
La propia Antoaneta María lo organiza todo: compra las entradas, se encarga de asegurar el transporte y, a menudo, paga con los ingresos de la librería. Su amor al teatro no pasa desapercibido. No por casualidad el aclamado director teatral búlgaro Alexándar Morfov le obsequia una de sus estatuillas Askeer, el prestigioso galardón teatral nacional, con las palabras: Te la meritas por este mundo que estás creando. Sin embargo, Antoaneta María dice con modestia que no la merece porque otros hacen mucho más. Lo mío es un granito de polvo.
Procuro hacer que la gente experimente algo realmente bonito en estos tiempos difíciles –explica– . Hay que ver su alegría después del espectáculo. De regreso, en el autobús están cantando. El presenciar una función les da sentido a su vida, y siguen viviendo con esta experiencia durante mucho tiempo; hasta semanas después de haber concurrido a una representación me llaman para darme las gracias, para decir que nunca vivieron semejante magia. Conozco gente de 50–60 años de edad que jamás había entrado al Teatro Nacional. Y reunirse con los actores, acabado el espectáculo, tocarlos, abrazarlos, tomarse fotos con ellos, sentirlos tan cerca es genial.
En su librería en Branípole, Antoaneta María ha montado un rincón con recuerdos que llama su “altar teatral”. Ahí están sus fotos con algunos de sus actores búlgaros favoritos. Pero, ¿quién de todos los servidores de Melpómene pone sobre un pedestal?
Es imposible destacar uno solo, los percibo como un todo –dice, categórica– . Aunque, para mí, Alexánder Morfov es el mejor. El hecho de que 16 años más de uno de sus espectáculos siga en escena con las salas llenas siempre a tope es algo que habla de por sí mismo. Hay espectáculos que son mucho ruido pero pocas nueces, se mantienen en cartelera por un año y ya, pero los de Morfov son otra cosa, impactan al público, tocan el corazón, dejan huella.
Dentro de algún que otro mes, los peregrinos teatrales elegirán el actor más digno para su estatuilla de aficionados al teatro. Mientras tanto, se preparan para otro viaje de “peregrinación” al Teatro Nacional. Antoaneta María también estará allí, sentada quieta en la oscuridad de la sala. Me siento bien allí, soy muy pequeña para estar en el escenario, señala.
Versión en español por Daniela Radíchkova
Fotos: Archivo personal
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