Otra atracción son los trajes típicos de esta parte de Bulgaria que ostentan todos los colores del arco iris y se guardan en antiguos armarios. Se suelen vestir solo en fiestas. Entonces todos se toman de la mano y bailan la ronda típica “oro bajo” el son de la gaita. Todo visitante que desee tomar parte en el festejo es bienvenido.
No solo holandeses, sino franceses, alemanes, escandinavos, y un número cada vez mayor de búlgaros descubren este rincón agraciado por la naturaleza y se identifican con el deseo de preservarlo de la invasión turística. Si dan un paseo por la ribera del río Arda tendrán la posibilidad de observar vistas insólitas, oír el canto de las aves y sentir el aroma de hierbas curativas y plantes salvajes. Las aguas cristalinas de Arda se abren camino al pie de peñascos formando bellos meandros de una belleza casi irreal. El camino asfaltado que serpentea al lado de las riberas arenosas lleva a sitios olvidados por la civilización cuyos habitantes, sobre todo ancianos, viven en aldeas aisladas y miran a los turistas como a visitantes de otra época. Su hospitalidad es fabulosa. Al viajero se le recibe con una gran sonrisa y con los más irresistibles manjares caseros.
Una nostalgia por los tiempos pasados trae la localidad cerca de la despoblada aldea de Sbor que parece estar situada al fin del mundo. Cerca de los restos de las casas antiguas que se van destruyendo por los fenómenos atmosféricos ronda una manada de caballos salvajes, los llamados tarpanes. Fueron importados de Holanda con el fin de restablecer los ecosistemas naturales y ya se han convertido en una atracción turística.
Versión en español por Hristina Táseva
Fotos: Veneta Nikólova
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