En los mitos de los pueblos antiguos la vaca, el toro y el buey son animales sagrados relacionados con la bóveda celeste y los dioses que la habitan. Entre las deidades más conocidas podemos citar el Indra indio, el Apis egipcio, como también las deidades de Grecia Antigua, Zeus y Dioniso. Huellas del culto al toro se encuentran también en el Antiguo Testamento, con la historia del ídolo del Becerro de Oro. Este homenaje lo sugiere también la constelación de Tauro.
En la tradición folclórica búlgara también perviven restos de simbolismo animal. Según algunas leyendas, la Tierra se sostiene en las astas de un buey que ha pisado sobre una tortuga o un pez. Cuando el buey mueve la cabeza ocurren terremotos. El sol a menudo es presentado como buey, ternero o búfalo, y a la Luna se le asocia con la vaca, porque simboliza lo femenino y porque la luna nueva tiene “cuernos”.
Se dice que una vez al año, en marzo, la luna desciende a la Tierra y, al tratar de subir de nuevo al cielo, muge como una vaca. Lo hace también cuando se cansa de la soledad. Según la creencia popular, algunas hechiceras pueden hacer descender la Luna a la Tierra bajo la apariencia de vaca y ordeñar su leche milagrosa, que cura todas las enfermedades.
En la vida cotidiana de los búlgaros al buey, la vaca y el toro se les tiene en alta estima. Hay una serie de festividades que celebran su salud, como los días de San Silvestre, San Vlas y San Modesto, y en la víspera de Navidad se prepara un pan ritual especial en que se pueden ver las imágenes de un labrador con bueyes.
En la cultura tradicional búlgara el buey es muy valorado tanto por su carácter dócil como por el trabajo que hace: tirar del arado o del carro y transportar todo tipo de carga. De ahí la muy popular hasta la actualidad comparación “trabajar como un buey”. “Un hombre sin tierra es pobre a medias, sin bueyes, es muerto de hambre”, reza un dicho búlgaro. El campesino llama a sus bueyes “ángeles” y se dirige a ellos con términos de parentesco como “padre”, “papá” o “hermanos”.
Se considera un gran pecado golpear o insultar a los bueyes. Si alguien lo hace se dice que “apalea a los ángeles” y se cree que pronto quedaría sin bueyes, es decir, terminaría como un miserable vagabundo. Una moza soltera o una recién desposada nunca deben “cruzarle el camino” a los bueyes ni a los hombres; es una muestra de respeto y consideración. Se cree que incluso el lobo, que ataca a cualquier animal doméstico, no se atreve con el buey y le evita porque de lo contrario acabaría muerto.
Debido a su capacidad de proteger de las fuerzas del mal, las astas y las calaveras bovinas se colocan sobre los portones de las casas o se clavan en los setos de los patios y de los corrales. Es significativo que a los bueyes viejos no se les sacrifica sino se les deja morir de muerte natural y se entierran con el debido respeto.
De acuerdo con la tradición, a la vaca también se le cede el paso, sobre todo si está preñada o acaba de parir. Además, nunca se debe enyugar para transportar carga y especialmente para arar; esto se considera un pecado grave. Al campesino que unce sus vacas para labrar la tierra se le señala con el dedo como el último indigente y desgraciado.
El toro pueblerino, que se cría para reproducción, se tiene en gran estima y es considerado “padre de la torada aldeana”. A diferencia del resto del ganado, puede pastar donde se le antoje, y el pueblo paga los daños. Al volverse viejo, el toro es sacrificado durante la feria vecinal y reemplazado por otro, más joven.
Las relaciones vacas-toros son parte también del folclore moderno, como en el chiste sobre los tres toros que vieron a lo lejos un rebaño de vacas. “Vamos a cargárnoslas!”– dijo, impetuoso, el más joven. “¿Por qué hacerlo? – se opuso el de mediana edad –, van a venir por su propia voluntad.” “Pero, ¿y si realmente vienen?” –exclamó, preocupado, el más viejo.
Es particularmente sugestiva, y probablemente muy antigua, la imagen folclórica del toro acuático, una criatura mítica, señor de un lago. Hay una leyenda sobre una localidad en las inmediaciones del pueblo de Kóstenetz, en el suroeste de Bulgaria, llamada Ezeríshteto (el nombre es derivado de la palabra búlgara “ezero”, lago). En esta localidad había un lago habitado por un toro acuático. Cuando el ganado de la aldea se acercaba al lago, el toro salía y empezaba a pelear encarnizadamente con el del pueblo y al final siempre lo mataba.
Tras muchas cavilaciones, los aldeanos, que eran herreros hábiles, decidieron hacerle a su toro un par de astas de hierro y dejarlo pelear contra el monstruo del lago. Su plan funcionó; el toro acuático fue herido de muerte. Con un rugido terrible el animal desapareció en las aguas del lago, que se tiñeron de sangre. Al poco tiempo el lago se secó y apareció en otro lugar bajo la forma de una fuente.
Versión en español por Daniela Radíchkova
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