Los tatuajes se remontan a la más lejana prehistoria. Más tarde, los tracios (el pueblo que poblaba las tierras búlgaras en la antigüedad) los consideraban un elemento obligatorio de su aspecto exterior. Las imágenes con que cubrían sus cuerpos eran un complejo entramado de figuras geométricas y zoomorfas, cargadas de simbolismo, cuyo objetivo principal era engañar “las fuerzas impuras”.
Miles de años después, la tradición seguía siendo muy divulgada por estas tierras. Las mujeres se sometían al tatuaje para defenderse de esas “fuerzas impuras” que en su caso tenían una cara concreta: el invasor turco. Con la llegada de las hordas de los turcos osmanlíes a los Balcanes, comenzó a afirmarse una práctica terrible para la población local: el rapto de doncellas para convertirlas en siervas sexuales. Los tatuajes eran también un medio de protección frente a la islamización.
“Durante aquel periodo, los búlgaros comenzaron a tatuarse cruces, sobre todo en las frentes de las mujeres jóvenes, como señal de pertenencia a otra fe, a otra etnia. A veces la muchacha se hacía pintar en la mano también el nombre de su bienamado. El mensaje era: “¡No tocar!”, dice Slavyán Gueorguíev, restaurador artístico de sitios arqueológicos.
Resulta que esos tatuajes protegían eficazmente a las jóvenes de raptos, porque intimidaban a los secuestradores, pues la ley sharía prohibía los símbolos cristianos y paganos sobre el cuerpo. Otros pueblos balcánicos también tatuaban a sus muchachas para defenderlas del agresor. La frente, las manos, los pechos eran los lugares más frecuentes para ello. Pero a diferencia de las jóvenes croatas, por ejemplo, cuyos ornamentos de prevención eran mucho más sofisticados, las búlgaras solían optar simplemente por la cruz.
Slavyán Gueorguíev recuerda que sus abuelas, oriundas de la llanura de Dóbrudzha, al Norte de Bulgaria, tenían cruces tatuadas en las manos. “La cruz se pintaba también entre el pulgar y el dedo índice. Pero cuando la joven era muy bella, preferían tatuársele en la frente para que se viera mejor”, comenta Slavyán y agrega que reminiscencias de estas viejas prácticas se pueden ver hoy en los días de Pascua de Resurrección, porque las ancianas suelen dibujar el signo de la cruz en la frente de los niños con el primer huevo rojo que colorean, para que están sanos y a salvo del mal de ojo. Por su parte los pomacos, o sea los búlgaros mahometanos del pueblo de Ríbnovo, al preparar a la novia para la boda, dibujan con brillantinas símbolos parecidos sobre su máscara nupcial.
La operación del tatuaje, considerada como un rito importante, era muy dolorosa. Por lo general, se hacía con un objeto afilado. Una vez rasgada la piel, ésta se fregaba con carbón, ceniza y a veces incluso con leche materna, de cuyas fuerzas mágicas nadie dudaba. “Prácticas parecidas se observan, de hecho, en todos los grupos etnográficos de la región balcánica, pero se han ido abandonando en diferentes periodos. En Macedonia del Norte es donde sobrevivieron por más tiempo”, explica Slavyán.
El tatuaje de la cruz era frecuente en algunas comunidades incluso después de la liberación de la dominación turca. Lo prueban fotos de ancianas de principios del siglo XX. El propósito principal de la pintura, sin embargo, ha desaparecido en la bruma del tiempo y la gente comenzó a considerar el tatuaje como un canon no escrito. “Cuando se les pregunta a esas mujeres por qué llevan una cruz tatuada en la mano o en la frente, ellas no saben contestar. Su respuesta más frecuente es “porque se hacía así”, agrega el restaurador.
Versión en español de Katia Dimánova
Fotos: Istoriavshevitsi
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