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Los refugiados no abandonan sus hogares por gusto

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Foto: Дарина Григорова

Para quienes no conocen la guerra y nunca sufrieron sus horrores es difícil imaginar sus verdaderas dimensiones. Una cosa es ver la muerte en el cine, segando a centenares de personas, otra, muy distinta, es sentirla en el aire; soñar con truenos de tormenta en una noche de breve calma y despertar por el estruendo de pesados cañones y la caída de proyectiles. Durante el día los combates se amainan para continuar con plena fuerza al anochecer. De vez en cuando, francotiradores escondidos en los despoblados y destripados edificios prueban su arma sobre blancos humanos casuales que se atrevieron a cruzar alguna de las líneas del frente.

Al principio uno guarda la esperanza de que, un día, todo esto acabará, pero cuando el peligro se acerca demasiado, abandona el hogar y los bienes y se lanza a lo desconocido. Tal es el destino de los miles de emigrantes sirios que dejan su terruño para huir de la muerte. Venden lo que pueden para recaudar dinero para los traficantes de personas y recorren miles de kilómetros para llegar –algunos de ellos– a la frontera meridional de Bulgaria.

Reber, un sirio de origen kurdo, llegó a este país en noviembre de 2014. Cerca de la frontera, los traficantes lo cargaron con su familia en un vagón de tren. Media hora más tarde Reber y los suyos fueron detenidos en la frontera.

“A nuestra aldea llegaron destacamentos armados y comenzaron a disparar contra nosotros sin aviso. La situación empeoró drásticamente y abandonamos nuestros hogares muy de prisa. Ahí reina el miedo, ahí reina el Estado Islámico. Nos disparaban de todas partes. Uno no sabía de qué dirección los proyectiles caerían sobre su casa. Aquí en Bulgaria estamos tranquilos”.

Detenidos por violar la frontera, los emigrantes son nadie. No tienen derechos hasta que no presenten solicitud de asilo. Mientras se tramita su estatuto de refugiados, los emigrantes son internados temporalmente en campamentos adscritos a la Agencia Estatal para los Refugiados. Cerca de la frontera se encuentran los campamentos del pueblo de Pastrogor y de la ciudad de Jarmanli. En la capital Sofía también hay dos campamentos, y en la aldea de Baña hay uno especial para niños sin padres y familiares. El campamento de Jarmanli es el mayor de todos.

“Aquí hay unos 2000 emigrantes –dice su comandante, Marko Petrov–. Tenemos unas 365 familias con 560 niños, aproximadamente. Los varones son alrededor de 900 y las mujeres, cerca de 400. Vienen principalmente de Siria y son de origen kurdo (el 87 % de los emigrantes en el campamento). Tenemos también emigrantes de Afganistán, Pakistán, Irán, Irak y Palestina. Al principio fueron alojados en tiendas de campaña, luego, en caravanas. Después se hizo la remodelación de los tres pabellones y de tres naves para equipos técnicos (tanques de combate y automóviles) que fueron habilitadas como albergue para unas 1600 personas. La capacidad del centro es de unas 3600 personas. Hicimos una nueva lavandería, también construimos una cocina muy moderna con comedor, donde en dos horas se puede preparar comida para 4000 personas. Pronto empezaremos a cocinar según recetas árabes. Cambiamos toda la red eléctrica y empezamos a construir la calefacción para asegurar calor en todos los edificios”.

Según Marko Petrov, los emigrantes se quedan en el campamentos entre 4 y 10 meses. Los que consiguen encontrar trabajo en países como Alemania, Suecia y Francia se van enseguida después de obtener el estatuto de refugiados, otros esperan que los llamen sus parientes. Apenas un escaso 1% se queda en Bulgaria.

Traducción del árabe Alexander Kiuchúkov

Versión en español por Daniela Radíchkova



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