Cargan sus casas a cuestas pero tienen también un hogar de acogida: una pradera generosamente iluminada por el sol. Esta es la historia de seiscientos mil caracoles, dos aventureros y sueños volando en alas de la audacia.
Cuatro años atrás los jóvenes bailarines Plamen Penchev y Paulina Manuílova se embarcan en un proyecto bien ambicioso plagado de desafíos: crear una granja de caracoles. La idea se les ocurrió simplemente así, a pesar de que no tenían conocimientos en la materia ni habilidades. Con donativos de parte de familiares y amigos compraron una parcela grande cerca de la ciudad de Sevlíevo y se embarcaron en la aventura.
En el comienzo, cuando adquirimos la propiedad ésta era un prado desnudo, ni siquiera sabíamos dónde estaban sus límites –recuerda Plamen Penchev– . Poco a poco empezamos a poner el cercado, a asegurar el suministro de agua y electricidad, a instalar los parques, el sistema de riego, etc. Usamos un tractor para arar y preparar el suelo, el resto lo hemos hecho a mano.
Una vez lista la granja, Plamen y Paulina fueron a una incubadora para caracoles y volvieron con 600 mil bebés, cada uno del tamaño de un grano de arroz. Como dueños tiernos y cuidadosos, acondicionaron de palés de madera espacios umbrosos para los pequeños para protegerlos de los rayos calientes del sol. Pronto la suerte del principiante les sonrió y encontraron su primer comprador nada menos que en Francia. Colocaron allí los caracoles, que ya habían crecido; todos, de la especie Helix Aspersa Maxima, que en tan sólo unos meses crecen lo suficiente como para estar listos para el consumo. Pero. ¿cómo saben?
El sabor es específico –explica el joven granjero, que los prefiere cocidos a la Borgoña: con vino blanco, zanahorias, cebolla, ajo, perejil y mantequilla– . Los caracoles tienen una carne muy tierna y si están bien preparados, son una delicia exquisita. Pero la gente no los consume porque es esclava de los prejuicios. La carne es muy sabrosa y no es ninguna casualidad el que en países como Italia, Francia y España sea preferida y muy apreciada. Por desgracia, los búlgaros no tienen esa cultura. Tal vez nuestros abuelos saben mejor cómo cocinar caracoles pero no creo que los jóvenes de hoy tengan idea de cómo se hace.
Dado que el mercado búlgaro sigue sin estar explotado, Plamen Penchev exporta su producción a países europeos. En la cría de los caracoles utiliza la llamada tecnología francesa: en primavera los compra recién nacidos, y a inicios de otoño los vende para protegerlos del frío del invierno, mortal para ellos. Sueña con construir un ciclo de producción cerrado, lo que aumentaría sus ganancias, porque, de lo contrario, te partes la espalda por casi nada, dice y agrega que muchos renunciarían si tuvieran que seguir su camino.
Lo más difícil es el mercado –señala Plamen– . Si alguien decide dedicarse a la crianza de caracoles, sería bueno que encontrara primero un mercado. Y si va perseverando, conforme vaya adquiriendo experiencia, aprenderá cómo criarlos, cómo hacer menos errores para reducir la mortalidad y los gastos y, al mismo tiempo, conseguirá éxito en concepto de volumen, producción, etc..
Por supuesto, la cría de caracoles es un negocio pero, como todo ser viviente, también esos moluscos consiguen encontrar el camino hacia el corazón humano. Plamen Penchev reconoce que coge con facilidad cariño a sus bichitos porque son tranquilos, muy inteligentes y fáciles de amaestrar.
Con los caracoles él también aprende cosas nuevas. Cuenta historias curiosas; algunas de ellas, leídas, otras, vividas. Como, por ejemplo, esa de que con sus 24 mil dientes los caracoles pueden digerir cualquier alimento; o bien, la otra de cómo esos amantes ardientes se entregan a la pasión durante 13 horas seguidas.
Por desgracia, la historia de los caracoles tiene también su lado oscuro, relacionado con la crueldad en la cocina. Vendo caracoles vivos e intento no pensar en ello, se consuela filosóficamente el joven granjero.
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